Ángela Mazuelas Terán
Peñagrande (Madrid)
15 de enero de 2018
-TESTIMONIO DE NUESTRA HERMANA CARMEN CAPILLA RONCERO-
«Angelita se fue al cielo la madrugada del lunes, 15 de enero de 2018: Hace hoy cinco días. Contaba 95 años, sólo dos meses y 13 días más que mi padre.
Comenzaré diciendo que Angelita -era – es- una verdadera santa ¡Qué bien hacía honor a su nombre! La conocí siendo yo muy joven, cuando regresó de Bélgica, donde estuvo destinada durante muchos años. Creo que la Congregación atendía a sacerdotes ancianos y enfermos en una residencia, y ella los cuidaba con primor.
He oído con anterioridad, que en nuestra familia religiosa ha habido hermanas consideradas “pozos de caridad”, aunque nunca comprendí bien lo que en realidad esa expresión significaba. Pues Ángela fue una de ellas. Y entiendo, por ello, las personas que, naturalmente o por su profunda e intensa vivencia espiritual cristiana (paulatinamente configuradas con Cristo), toda su vida; todos los días de su existencia, se desviven por cada persona con las que se relacionan. A tiempo y a destiempo. Viviendo, desviviéndose, entregadas incondicionalmente al servicio de los demás, desde una profunda experiencia de fe, esperanza y amor trinitario. Así era Angelita.
No puedo dejar de recordar aquí la exquisita dedicación y cariño maternal que prodigó a nuestra hermana Lumi (Iluminada Vega Iban, fallecida en nuestra comunidad hace varios años). Ella la cuidó y atendió con absoluta abnegación, hasta su muerte. Y como a Lumi, a tantas y tantas personas: ricos y pobres, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, sin distinción. Siempre serena. Siempre disponible y entregada. Siempre, con la sonrisa en los labios, irradiando compasión a raudales. La bondad de su corazón; su compasión, su entrega silenciosa no tenía límites.
Quiero traer a la memoria una experiencia en relación a ella, que siempre recordó y por lo que, creo, me profesaba un particular cariño:
Una tarde del verano de 1981 u 1982 (Marisa, a quien he preguntado, no lo recuerda con exactitud. Ya vivíamos en este barrio de Peñagrande, en la casa de la calle Miguel Aracil), Ángela viajaba en coche con sus sobrinos por tierras palentinas, tal vez camino de su pueblo (Lagunilla de la Vega), y tuvieron un gravísimo accidente. Una de sus sobrinas falleció y ella sufrió una fuerte conmoción cerebral. La ingresaron en el hospital ‘Río Ortega’ de Valladolid. Marisa entonces era Consejera o Superiora Provincial, no recuerdo, y aún no tenía carnet de conducir. Salimos inmediatamente ella y yo con el coche a toda velocidad y, a las dos horas, nos presentamos en el hospital. Debían ser las 12 de la noche. Al entrar en la habitación encontramos a Ángela en la cama, boca arriba, inmóvil, con el rostro completamente desfigurado, inflamado por el impacto. No se quejaba. No podía abrir los ojos, ni mover o despegar los labios. Le pedí a Marisa que se acostara en la cama adyacente (Angelita estaba sola) y yo me acerqué una silla junto a su cabecera. Estuve toda la noche a su lado tomándole la mano y aplicándole a los labios gasas empapadas en agua, con el fin de humedecerlos y calmar su sed. Toda la noche. Con una ternura indecible. Con una compasión que sólo podía provenir de Dios AMOR. A la mañana siguiente llegó Manuela, entonces Superiora o Vicaria Provincial; y, algo más tarde Aurora, una de sus sobrinas que había ingresado en la Congregación años atrás y salió siendo junior. Ángela nunca olvidó aquella noche. Y yo nunca me arrepentí de haber podido estar a su lado, procurándole algo de alivio y consuelo. Ella aún no sabía que había fallecido una de sus sobrinas.
Poseía una bondad natural y una caridad fuera de lo común. Sin hacer ruidos. Sin alharacas. Padecía una sordera muy acusada desde hacía muchos años, y jamás la vi inquieta, ni desconfiada, ni nerviosa, ni malhumorada por no poder participar de las conversaciones, o no poder oír lo que se leía o se escuchaba -en la TV, por ejemplo-. Siempre serena. Siempre con una sonrisa.
Se cayó (más bien, se le cayó a la señora que las aseaba, cuando iba a lavarla) hace un mes. Como no se quejaba, no le dieron importancia ni llamaron al médico. Y no me dijeron nada. El domingo siguiente, cuando fui a ver a las hermanas, la encontré muy pálida, pero con su sonrisa de siempre, no pensé que tuviese algo importante. Está anémica, pensé.
Sin embargo, el lunes, cuando llegué de la consulta, Mercedes – nuestra Superiora- me dijo que esperaba una ambulancia para llevarla a Urgencias, porque hacía 4 días que se había caído y ahora se quejaba de la pierna derecha. Efectivamente, la ingresaron por una fractura de fémur. Quisieron operarla enseguida, pero por la anemia severa (7 gramos de hemoglobina, según vi en el informe) tuvieron que transfundirle 2 bolsas de sangre, y retrasaron 24 horas la intervención. Le pusieron un clavo y le dieron el alta al día siguiente. Recuerdo que la intervención fue el 18 de diciembre, día del “amigo invisible” en que acudí al hospital después de la consulta para la fiesta y, antes de mi vuelta a la comunidad, me acerqué a verla. ¡Bueno! Ya en casa, siguió serena, con su sonrisa, con su palidez…, y se ha ido poco a poco apagando hasta morir.
Tengo un dolor que no se mitiga con nada. ¡Ha muerto sola! ¡Sola! No me dijeron nada al ver que se agravaba. El domingo pasado, como de costumbre, fui a ver a las hermanas después de la misa y, al no encontrarla en la sala (el anterior estaba allí, en su sillita, sonriendo como siempre), me dirigí a su habitación. Fue entonces cuando me di cuenta de que se estaba muriendo. Y se lo dije a Mercedes. ¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué nadie me puso al corriente de su extrema gravedad? Me fui de nuevo con ella (o fue antes, cuando me acerqué a verla, no recuerdo) y, tomándole la mano, acercándome a su oído derecho, con la voz quebrada, quise darle las gracias por ella; por toda su vida; por el bien que me ha hecho su ejemplo de amor y fe durante los años vividos junto a ella… Y le dije que se iba al cielo y era una felicidad llegar a la plenitud. Y más cosas que no recuerdo y que, emocionada, brotaban de mi corazón apenado y lleno de ternura y amor hacia su persona. No me acerqué a verla por la tarde y ahora lo siento en el alma. Durante la oración vespertina advertí que Mercedes no estaba en la capilla y pensé -como así fue- que estaba con ella. Llegó al final de la oración. Y, al salir de la capilla, me dijo: -“No sé si pasará de esta noche. Si se muere mañana, te llamo”.
Subimos a la sala y, después de hablar con mis padres y despedirme de las hermanas me fui a mi cuarto, como cada día. Estaba intranquila, preocupada sabiéndola agónica, sin saber qué hacer. No quise desvestirme aún. Esperé un rato. Todas se retiraron a sus habitaciones. Y, a las 21:30h decidí ir a ver cómo seguía, justo cuando Milagros se disponía a activar la alarma. –“Ya la pondré yo luego, que voy a bajar”, le dije. Me dio las gracias y se fue a acostar.
Me encaminé hacia la enfermería y entré en su cuarto. La puerta estaba abierta y, aunque a oscuras, no quise encender la luz. Respiraba con dificultad. De vez en cuando movía las manos, inquieta. Yo se las tomaba, acariciaba su frente, la besaba… Pero no me podía quedar a acompañarla hasta el final, teniendo que trabajar al día siguiente. Sospechaba que moriría pronto. Pero, ¿Cuánto de pronto? Pasada media hora regresé a mi habitación y, aunque desvelada, me acosté. No conseguía conciliar el sueño. Rezaba por ella, y a ella me encomendaba. A la 1:30h de la madrugada tuve un pequeño sobresalto, pero no me atreví a ir de nuevo. Debí haberlo hecho pues, tengo para mí, que fue en aquel momento cuando falleció. Pero me quedé en la cama intentando descansar y dormir.
Cuando a las 6h de la mañana me levanté, nada más desayunar, ducharme y vestirme fui a verla: ¡Muerta! Su cuerpo frío, con ese característico color marfil-amarillento, exánime. Sus labios dibujaban una sonrisa leve, preciosa: la sonrisa con que recibió a Jesús en el instante en que Él, amorosamente la abrazó y la llevó a su Seno.
En el despacho de Mercedes, donde había quedado todo dispuesto la víspera, extendí el certificado de defunción fijando una hora de la muerte indeterminada: 4:30h. Daba igual. Tres, cuatro horas antes… No se iba a modificar su estado, ni la hora de su cremación. Pero como digo, creo que era la una y media de la madrugada cuando Jesús, su amado Esposo, la llevó al cielo.
Al regresar de la consulta me acerqué a contemplar su cuerpo y rezar. Le habían apretado la boca y habían borrado su deliciosa sonrisa. ¿Por qué? ¡Angelita! No pude participar en la eucaristía de exequias, ni en el responso previo al traslado al crematorio. Me dicen que Ángel (sacerdote somasco) le dedicó una sentida homilía. Yo, adelantándome a Mercedes, que me lo suele pedir, escribí la monición introductoria según me brotaba del corazón. Dicen que, preciosa. Llena de cariño, gratitud y ternura hacia ella, eso sí. Por otra parte, muy breve. Pero reflejaba la grandeza de su alma y de su corazón. No se me ocurrió aludir a la Congregación. No importa. La incluyo:
-EUCARISTÍA DE EXEQUIAS POR NUESTRA HERMANA ÁNGELA MAZUELAS TERÁN-
«Queridos familiares, hermanos y hermanas:
Estamos reunidos en torno a la Mesa Eucarística en este día, para DAR GRACIAS a Dios Trinidad por la vida de nuestra hermana Ángela, que nos dejó la madrugada de ayer, día 15 de enero de 2018.
¿Qué podemos decir? ¿Pueden unas torpes palabras expresar la grandeza de su alma, que se traslucía en su amor entregado a tantas personas a las que atendió y con quienes se relacionó, la hondura de su fe y sentimiento religioso, la firmeza de su esperanza en los bienes eternos? Es muy difícil. A veces, la palabra más elocuente es el silencio…
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Ángela, después de una vida plena, dilatada y fecunda; tras haber derramado a lo largo de su existencia una caridad, misericordia y compasión sin límites, a sus 95 años de edad ha sido amorosamente abrazada por Dios y la ha llevado a su Seno.
Por ello, aunque el dolor arranca nuestras lágrimas a causa de su partida, no podemos; no debemos perder la alegría que brota de la seguridad de su felicidad en el Cielo.
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Ángela, nuestra entrañable hermana, ha pasado a la Otra Orilla donde no hay más dolor, ni enfermedad, ni muerte.
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Ángela goza de la plenitud de AMOR por toda la eternidad. Y ese sentimiento; esa certeza que nace de la fe que compartimos, y que ella durante toda su vida acogió, cultivó e hizo fructificar, tiene que impulsarnos a vivir con renovadas fuerzas cada día de nuestra vida.
Demos gracias; inmensas gracias a Dios por nuestra hermana Ángela. Y pidámosle que, desde el cielo, interceda por todos nosotros. Con estos deseos damos comienzo a la celebración eucarística.»
Hasta aquí el escrito sobre nuestra tan querida hermana Angelita, según brota de mi corazón dolorido y amante. Yo no la conocí a fondo; es decir, no compartió conmigo su experiencia espiritual; pero sabía, siempre lo intuí, que era profundamente trinitaria: Una mística. Una santaza. Demos inmensas gracias a Dios por ella.
-Hna. Carmen Capilla Roncero-